Aranjuez
Situada en el ancho y llano valle que forma la vega de los ríos Tajo y Jarama, en un privilegiado escenario natural, se levanta la ciudad de Aranjuez, declarada Paisaje Cultural Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 2001. El Real Sitio y Villa, antaño residencia primaveral de reyes y reinas, es hoy una ciudad moderna, con industria, un pujante comercio, una oferta cultural y deportiva de calidad y un entorno de alto interés natural. Disfrutada por sus habitantes y por miles de visitantes que cada año acuden a conocer su historia, su cultura, su gastronomía, su sublime arquitectura y sus incomparables jardines y paisajes, Aranjuez os espera.
Los Reyes en Aranjuez
El gran apogeo de Aranjuez como Sitio Real, llegó en el siglo XVIII bajo la monarquía de los Borbones. Fue entonces, con aquella Corte viajera a fecha fija, que recorría los Sitios Reales año tras año con una puntualidad inusitada y una fidelidad inquebrantable, cuando Aranjuez vio transformar poco a poco su fisonomía hasta convertirse en algo bien distinto de lo que había proyectado en su día el fundador, Felipe II, a quien se debieron los primeros desmontes, trazado de avenidas y plazas ajardinadas y, sobre todo, las canalizaciones para el regadío que convirtieron el lugar en el vergel en que es hoy el Sitio de Aranjuez.
Felipe V
Felipe V fue el primer rey Borbón, con él se entronizó la dinastía francesa en España. Su reinado se inició en los primeros años del siglo XVIII, tras la Guerra de Sucesión que hubo de mantener contra el archiduque Carlos de Habsburgo, el otro pretendiente al trono de España, vacante a la muerte sin descendencia del desdichado Carlos II, el Hechizado.
Felipe V había sido criado en Francia y estaba acostumbrado a disfrutar de las mansiones de recreo, tan apreciadas por la Corte francesa. Él fue, por lo tanto, quien decidió transformar, a la manera de los palacios franceses, dos de sus alojamientos reales preferidos en España: La Granja de San Ildefonso, en las cercanías de Valsaín, y el Real Sitio de Aranjuez. El primero fue creado de nueva planta siguiendo el espíritu de Versalles, el segundo había sido heredado de los Austrias y estaba en un paraje tan paradisiaco que merecía todos los esfuerzos que las arcas reales fueran capaces de soportar.
En cierta medida, abrumado por la tristeza y el ambiente de opresión que se respiraba en su alojamiento de Madrid -el viejo Alcázar de los Austrias- Felipe V se obligó a sí mismo a respetar anualmente un ritual de visitas programadas a los Sitios Reales, con esa puntualidad y pulcritud con que el protocolo borbónico había de envolver todos los actos del monarca. Al comenzar el año, el rey marchaba al palacio del Pardo donde pasaba el invierno. Volvía a Madrid para presidir los actos de la Semana Santa y, apenas terminada, en abril, ya se encaminaba con la Corte hacia Aranjuez, donde pasaba toda la primavera hasta que comenzaba la estación veraniega. A partir de la festividad de San Juan, que marcaba el solsticio de verano, la Corte cruzaba la sierra del Guadarrarna y se instalaba en La Granja de San Ildefonso para librarse de los rigores de la canícula y, en lo posible, de las muchas epidemias que acechaban con la llegada del calor.
Era esta una costumbre muy extendida en las Cortes europeas. Allí, reyes y nobles, intentaban huir de los malos hedores de las ciudades y buscaban el aire sano de la montaña donde, por lo general, poseían hermosas residencias campestres. En España, si bien los Austrias también alternaron en su día las estancias entre el Pardo, Aranjuez y El Escorial, esta moda, seguida a rajatabla por los Borbones, no había sido adoptada como suya por la nobleza española, que no tuvo nunca excesivo interés en construir para sí estas residencias de recreo. Lo que sin embargo no podía negarse era que un clima, tan asfixiante en verano como el de la meseta, obligaba, tanto a reyes como a campesinos, a defenderse de los peligros de las enfermedades que les acechaban en agosto. Al menos a ello atribuye el duque de Saint Simon que en la época de Felipe V nadie viviera en Aranjuez al llegar el verano: «ni siquiera -escribe- la gente del pueblo, que se retira a otra parte y cierra sus casas tan pronto como los calores se dejan sentir en ese valle, que causan fiebres muy peligrosas y que mantienen a los que escapan de ellas siete y ocho meses en una languidez que es una verdadera enfermedad. Por eso la Corte no para allí más que seis semanas o dos meses en la primavera y raras veces vuelve allí en otoño»
Para el rey Felipe V, que era profundamente melancólico e hipocondríaco, estas razones eran más que suficientes para justificar su eterno periplo de unas a otras residencias, según la estación del año. Los Sitios Reales que le alejaban de Madrid fueron su principal terapia. Hasta tal punto necesitaba los efectos benéficos que la naturaleza le ofrecía en estos lugares, que no dudó en abdicar en su hijo Luis cuando apenas llevaba diez años en el trono para dedicarse en ellos a la contemplación y a la meditación. No pudo ser, como es sabido, y la muerte temprana, a los diecisiete años, del que por unos meses fue Luis I de España, devolvió el trono a este rey afable, débil y un tanto atormentado.
Por ello quizá, la Corte española en Aranjuez, a pesar de ser la de un rey francés de nacimiento, no tuvo mucho que ver con la frivolidad y el relajo de las Cortes europeas, sobre todo de la francesa. Los gustos del monarca se dirigían hacia la caza, la pesca, los paseos a caballo con su esposa y la música. Todo ello lo encontraba con harta facilidad en Aranjuez, donde, hasta desde sus propias ventanas, hubiera podido pescar si hubiera querido.
Aun así, y a pesar de que la tranquilidad y el sosiego eran lo más preciado para nuestro primer Borbón y lo que buscaba en sus estancias en Aranjuez, así como en sus otras residencias, no deja de sorprender lo artificioso del protocolo del día a día de los reyes en su descanso de Aranjuez. Son innumerables las descripciones sobre las jornadas de los reyes, que, desde temprano, despachaban en la cama los asuntos de Estado para luego levantarse y salir a pasear y a cazar, pero ninguna está contada con el gracejo de la del Marqués de la Villa de San Andrés, noble cercano a la Corte de Felipe V que explicaba cómo « … cuando salen a pasearse a los jardines los Reyes, bajan los Príncipes y los señores infantes con sus guardias de corps y sus familias; las damas, los camaristas, los cardenales y ministros extranjeros, los obispos, los Grandes, los títulos, los generales, consejeros, ministros, frailes, clérigos… y -añade- a muy pocos pasos los Príncipes se cubren y toda la demás compañía queda con la calva al aire; porque esto de cubrirse los Grandes delante del Rey no es cuando ellos quieren, sino cuando el ceremonial lo dispone».
Fernando VI
Muerto Felipe V en 1746, su sucesor, Fernando VI, valoró muy especialmente el Real Sitio de Aranjuez. En mayor medida que su padre, quien siempre parecía haber tenido predilección por La Granja de San Ildefonso. Para Fernando, Aranjuez superaba a cualquier otro porque también era el lugar donde más a gusto se encontraba su esposa, Bárbara de Braganza. La reina, procedente de la corte portuguesa, había recibido una vasta cultura y echaba de menos el refinamiento de otras Cortes europeas. Tuvo la aspiración de conseguir en Aranjuez, ayudada por el marco natural que el Real Sitio la ofrecía, el boato de una corte francesa, aunque sólo fuera durante un par de meses al año.
Sin embargo, es curioso constatar que el acto con que el rey inauguró su primera estancia primaveral en Aranjuez, ante la perplejidad de su esposa, fue presidir la procesión del Corpus, que durante veinte años había sido suspendida, posiblemente porque Felipe V no había podido hacerlo a causa de sus crisis rayanas en la demencia. Era tradición que el rey acompañara siempre a la Custodia en aquellas ocasiones, y por ello Fernando VI recuperó la fiesta del Corpus en Aranjuez, que desfiló aquel año de 1747 con toda la carga pagana de la Tarasca, las Sierpes, los Gigantones y todas las danzas populares que la acompañaban, para horror de la cultísima Bárbara de Braganza
Fue precisamente durante la primavera siguiente de 1748, estando también el rey y su esposa Bárbara de Braganza ya en el Real Sitio, cuando se declaró un incendio devastador que arruinó buena parte del palacio. Esto aceleró los deseos del monarca de ampliar y mejorar el Sitio de Aranjuez, y en 1750 dio la orden a Santiago Bonavía, su arquitecto real, de que remodelara el palacio y trazara una villa de nueva planta para solucionar, de una vez por todas, el problema de los alojamientos de los cortesanos. Con ello complacía en mucho los deseos de su esposa, que disfrutaba muy especialmente organizando las fiestas de la Corte, sobre todo la del día de San Fernando, santo del rey y, por tanto, fiesta grande en el Real Sitio, tal y como nos lo dejan entrever los grabados de la época.
Carlos III
En 1759 Carlos III sucedió en el trono a su hermano Fernando, que había muerto sin descendencia. Abandonó para ello el reino de Nápoles, que había conseguido gracias a las intrigas de su madre Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, que por fin veía a uno de sus retoños sentado en el trono de España.
Habiendo enviudado demasiado pronto, a los cuarenta y cuatro años, y con trece hijos que le había dado su amada esposa, María Amalia de Sajonia, que le aseguraban la sucesión, Carlos se hizo un solitario y destrozó las expectativas de los cortesanos que se habían acostumbrado al ambiente refinado del anterior reinado. Adiós a los conciertos, a los paseos en falúas, a los deleites inventados por Farinelli. Al rey le interesa la caza, la experimentación agrícola y ganadera. Le apasionan los perros de su jauría y los cientos de miles de cepas distintas que vigila de cerca en sus cortijos de Aranjuez. También llevó a Aranjuez esa fiebre constructiva y de mejoras del país que siempre dominó al monarca: vías de comunicación, puentes, canalizaciones de riego así como importantes edificaciones civiles, religiosas y fabriles fueron levantadas en el Real Sitio.
Carlos IV
Carlos IV fue rey de España desde 1788, en que sucedió a su padre, Carlos III, hasta 1808 en que se vio obligado a abdicar en su hijo Fernando, que subiría al trono con el nombre de Fernando VII el Deseado.
Siendo príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV demostró, junto con su hermano el infante don Gabriel, saber disfrutar bien de los Sitios Reales, en los que incorporaron mejoras y patrocinaron construcciones tan notables como las llamadas Casas del Príncipe en el Escorial, la de Arriba y la de Abajo; el jardín del Príncipe de Robledo, cercano esta vez al palacio de la Granja y, por último, la Casita del Labrador en Aranjuez, donde el príncipe dirigió personalmente la remodelación de los jardines.
Después de la guerra de la Independencia, y durante todo el siglo XIX, la monarquía no perdió la costumbre de pasar las primaveras en Aranjuez y siguió yendo allí todos los años hasta 1890.
ENTRETENIMIENTOS REALES
La Música
La música fue, sin duda, la principal diversión de palacio, y hasta la mejor terapia del rey, sobre todo tras la llegada a la Corte del cantante Farinelli, nombre artístico por el que se conocía al famosísimo castrato Carlos María Miguel Angel Broschi Barrese. Se dice que, a menudo, la reina Isabel de Farnesio pedía su ayuda para sacar al rey Felipe V de su patológica melancolía, pues en los momentos de crisis se negaba a salir de la cama y profería horribles gritos y lamentos. Sólo la voz limpia del famoso castrato hacía volver al monarca a la realidad.
Farinelli fue nombrado director de los entretenimientos regios y de la música y fiestas cortesanas; y desde ese puesto ayudó también a las obras del teatro de Aranjuez, cuya transformación llevaba a cabo Santiago Bonavia, el gran arquitecto italiano que contaba además con las virtudes de ser un gran pintor y un gran escenógrafo. El nuevo teatro fue inaugurado en 1754 con La Isla Desierta, una sonata escrita por Metastasio para la ocasión, a la que puso música José Bonno.
Desde 1729 la pasión por la buena música y en especial por la ópera había ido in crescendo; no había sido ajeno a ello la llegada a la Corte de Domenico Scarlatti, a quien había hecho llamar a su lado la entonces ya princesa de Asturias, Bárbara de Braganza. Scarlatti compuso más de quinientas sonatas para clave, y la propia reina, Bárbara de Braganza, estaba especialmente dotada para la música y era, no solo intérprete, sino compositora.
A Carlos III, en cambio, se le acusa de haber descuidado este aspecto cultural que dignificaba los gustos del país y en el que la Corte había estado, hasta entonces, tan implicada; pero lo cierto es que, aunque al rey no le gustara la música, fue bajo su reinado cuando más se popularizaron las óperas y los conciertos de Cuaresma. También los bailes de máscaras y otras manifestaciones que mezclaron lo popular y lo culto, hasta el punto de que durante los años de su reinado lo que realmente llegó a su máximo apogeo fue la tonadilla. Por ello, uno de los grandes reproches hechos al monarca era su nulo interés en velar por la pureza musical, mientras que, con harto empeño, velaba, en cambio, por la pureza de las artes plásticas desde la Real Academia de San Fernando. Y Aranjuez tuvo buen ejemplo de ello porque, no obstante sus gustos personales, que no incluían como se ha dicho la ópera ni el teatro -nos dice Des Broses del rey que, habiendo asistido a la ópera «conversó la mitad y durmió la otra mitad»-, encargó al arquitecto Jaime Marquet, supervisor de las obras del Real Sitio de Aranjuez, que realizara los proyectos para un Nuevo Teatro «a la italiana». Años antes también había mandado remodelar el viejo Coliseo donde se habría representado, en 1765, con motivo del casamiento de los príncipes de Asturias, el futuro Carlos IV y su prima, Mª Luisa de Parma, la obra de Francisco Bances Candamo Cambises triunfante en Menfis, que había exigido complejos y caros escenarios.
Paseos en falúa
Uno de los más preciados entretenimientos de las personas reales era navegar por el río, y también por el llamado Mar de Ontígola, gran estanque construido en alto, que alimentaba con sus aguas a buena parte de los numerosos caminos de arbolado que iban creándose en torno al Real Sitio, fundamentalmente a aquellos que, por estar en zona alta, no podían ser regados con las aguas del Tajo.
Tal diversión generó la construcción de todo tipo de naves grandes y pequeñas, sobre todo de unas magníficas falúas, palabra italiana que designa unas pequeñas embarcaciones. Estaban realizadas a partir de diseños caprichosos, y a ellas se dedicó durante un tiempo el cantante Farinelli desde su cargo de director de entretenimientos reales. La Escuadra del Tajo, como se llamó a esta colección de barcas, se componía de cinco falúas y dieciséis botes, uno de ellos con forma de ciervo y otro de pavo real.
Durante el reinado de Fernando VI y Bárbara de Braganza, navegar en falúa se convirtió en la actividad preferida de la reina. Se construyó una falúa real, una falúa de respeto, ligera y decorada con dorados, que navegaban siempre juntas y a menudo iban seguidas por una pequeña fragata llamada de Santa Bárbara y San Fernando que imitaba a los grandes navíos de guerra. En ella iban las damas de la reina y quince músicos. Salían a media tarde del embarcadero y llegaban hasta el puente de la Reina regresando a las nueve. Merendaban, cantaban, hacían salvas con los cañoncitos de bronce y pescaban. Muerta Bárbara de Braganza en 1758, y enloquecido por ello el rey, que la siguió en unos meses a la tumba, la Escuadra del Tajo no volvió a navegar.
La caza y la pesca
La abundancia de caza era uno de los principales atractivos que el Real Sitio de Aranjuez tuvo para los monarcas, aficionados todos ellos a la práctica de esta actividad. Desde la época de Felipe V son abundantes los testimonios que nos cuentan cómo los ciervos se acercan a las puertas de las casas, como si de animales domésticos se tratara.
Charles Rouvray, duque de Saint Simon, es sus narraciones sobre el viaje que realiza en España a la Corte de Felipe V, nos cuenta su asombro cuando, en Aranjuez, vio cómo un criado, subido sobre una especie de vela de madera con una puerta, se puso a silbar y al momento «la pequeña plaza se llenó de jabalíes y de jabalinas de todos los tamaños entre los que había varios muy grandes y de un grosor extraordinario. Ese criado les arrojó mucho grano en distintas ocasiones, que esos animales comieron con gran voracidad, a menudo gruñendo, y los más fuertes se hacían ceder el sitio por los otros, y los jabalíes más jóvenes, retirados a los bordes, no osaban aproximarse hasta que los más grandes se hubieran hartado».
Esta cercanía de las bestias, que asombra y divierte al francés, no es sino la permanencia de una costumbre de los Austrias que se mostró también en el palacio del Buen Retiro, donde la Casa de Fieras estaba muy cercana al palacio. Aranjuez no se privó tampoco de su Casa de Fieras, por llamarse así el lugar donde vivían animales traídos de países exóticos. De su existencia, el mismo Saint Simon nos da noticia, aunque esta vez no está junto a la casa real, sino a orillas del Mar de Ontígola, ni tampoco encierra en jaulas a sus inquilinos. A Saint Simon le llamaron la atención los camellos y los búfalos, pero también había cebras, guanacos y un elefante, todos sueltos, sin miedo a que se escaparan de aquella especie de oasis donde vivían felizmente, porque fuera del vergel estaban las arenas áridas -y con un alto grado de salinidad- de las colinas.
Joseph Baretti, que vino a visitarnos ya en el reinado de Carlos III, repite más o menos estas mismas anécdotas. Dice que en España los jabalíes no son tan salvajes como en el resto del mundo, que se han habituado a las gentes y que acuden a determinadas horas a lugares concretos respondiendo a la llamada de sus cuidadores. Cree necesaria esta explicación a la hora de contar cómo, en los plantíos de los árboles pequeños que había entre las grandes avenidas de árboles gigantes, paseaban en libertad «ciervos y jabalíes, junto con innumerables liebres, conejos, faisanes, perdices y numerosas especies de pájaros»
De esas «numerosas especies de pájaros» que Baretti no entra a describir, nos ilustra John Talbot Dillon, el cual, tras el viaje que realizó a Aranjuez en 1778 aseguró que a últimos de abril se oían los trinos del cuco y el ruiseñor, y que él vio abejarucos, oropéndolas, y uno al que llamaban pito, que era morado y del tamaño de un cuco.
Este mismo afán de los reyes por la caza y por la propia presencia de los animales en libertad, favoreció la cría de otros animales, y así en los sotos se encontraban piaras de yeguas para la cría de caballos de montar, y, según asegura Ponz también <yeguas de raza napolitana para caballos de coches; en la Casa de las Vacas y sus cercanías, (además de otras dos castas de yeguas normandas y suizas para caballos de coches) gran número de vacas de varios colores: unas originarias del país; otras de raza holandesa y otras de Suiza».
Felipe V e Isabel de Farnesio solían salir a cazar a caballo diariamente, después de haber despachado los asuntos de estado y no volvían hasta que se ponía el sol. Igual hacían por su parte el Príncipe de Asturias y sus hermanos pequeños. En el centro del mar de Ontígola, ya en época de los Austrias, se había levantado un pabellón de caza para que Felipe IV pudiera disparar a los animales que se acercaban a la orilla hostigados por los monteros. Y si bien en la época de los Borbones el lago ya no se utilizaba sino para los paseos en las góndolas pequeñas, esta costumbre de cazar desde el agua la adoptó también la nueva dinastía de los Borbones que, a menudo, en los paseos sobre el Tajo en las barcas reales, disparaban también a la orilla, donde los perros y los criados habían acorralado a los bichos. Y en el mismo Ontígola, aquella especie de laguna o embalse cerca del cual se encontraba el cementerio en que se enterraba a los que morían durante su estancia en el Real Sitio, se celebraban también corridas acuáticas enfrentándose los cortesanos a los toros desde las barcas.
Igualmente, la pesca se disfrutaba apaciblemente desde las propias naves pequeñas del lago, para lo que se mantenía permanentemente una abigarrada población de peces en sus aguas. También se pescaba desde las galerías del Tajo, que eran unos pequeños entrantes en el río, construidas ya en época de Felipe III y que procuraban espacios cómodos y agradables, no sólo para pescar, sino simplemente para descansar viendo el correr del agua.
Juegos
El lugar de Aranjuez también invitaba a cierto tipo de entretenimientos; por ejemplo, las abundantes yeguadas de diferentes razas que ya hemos mencionado que había allí, sugerían las pruebas de competición entre ellas. Así, durante mucho tiempo los caballos corrieron velozmente por la calle de la Reina, que era el espacio idóneo para ello, bajo la mirada complaciente de los reyes, sus dueños, y animados por los gritos de los asistentes que apostaban sobre sus preferidos.
Después, Carlos IV, siendo aún príncipe de Asturias, sustituyó las carreras de caballos por el juego de las Parejas. Una especie de baile a caballo en el que cuarenta y ocho caballeros iban divididos en cuatro filas, cada una de las cuales encabezaba uno de los hijos del rey. Vestían atractivos trajes de diferentes colores, rojos azules, amarillos y verdes, evocadores de un pasado glorioso, y desfilaban disciplinadamente cruzándose y entrecruzándose indefinidamente entre ellos, en una especie de mezcla entre torneo, baile y desfile militar.
También bajo Carlos IV se practicaba un juego que complacía mucho al rey, que era tirar cañonazos desde la Huerta de Valencia, donde su padre había mimado tanto siempre sus plantaciones de viñedos, turbando la tranquilidad de los cortesanos. Esta pasión del rey por la artillería, hizo también que imaginara el Tajo como un magnífico escenario para batallas navales; y los cultos paseos en falúa que había dado su tío-abuelo Fernando VI, se convirtieron para él en ejercicios de guerra. En el jardín del Príncipe había mandado construir un embarcadero a modo de puerto de mar fortificado con murallas, baluartes, baterías y cañones de varios calibres, donde atracaban una fragata de dieciséis cañones, otra de diez, una falúa grande de dieciséis remos, un jabeque, un caique de Constantinopla, una lancha y un bote chico. Para manejar todo ello había marineros, artilleros, contramaestres, etc.
NATURALEZA
«Si aquí se hubiesen empleado las inmensas, sumas que se han gastado en San Ildefonso, se habría hecho el más bello lugar del universo» Esta frase la escribió Delaporte al llegar a Aranjuez en 1755. No necesitó escribir más sobre el lugar que acababa de visitar. Viniendo de un francés era más que suficiente. El abad Delaporte había retratado el Sitio Real sin entrar en descripción alguna.
No había muchos lugares en España, ni en Europa, donde la naturaleza se hubiera confabulado como en la pequeña llanura de Aranjuez, para crear el más fértil oasis real que todo monarca barroco soñara. Los grandes edificios podían construirse con el esfuerzo del hombre. Ahí estaba el Monasterio de El Escorial, foco de atención aun en el siglo XVIII para identificar a la monarquía española desde fuera de nuestras fronteras; pero nuestra monarquía borbónica estaba ya muy lejos de la imagen sobria de los Habsburgo. El palacio borbónico, desde el despotismo ilustrado de sus mandatarios no desea cerrarse sobre sí mismo como un fortín inaccesible, su fuerza está en su poder de expansión. Aspira a dominar, no sólo el espacio construido, sino el espacio circundante. Por eso es tan importante el jardín, y el jardín necesita de manos expertas y cualificadas, capaces de llevar a la realidad el sueño de sus soberanos, pero sobre todo necesita de la complicidad de la naturaleza. Un clima amable, un agua vivificadora, un universo de pequeños animales que den vida a los rincones más apartados del bosque. Aranjuez contaba con todo ello. Y si bien estos lugares tan apetecidos y valorados merecían por su belleza ese adjetivo de encantadores, tan usado en el lenguaje de los siglos XVIII y XIX para expresar la delicadeza llevada al límite, podían llegar a transformarse también en sutiles instrumentos de poder porque pertenecían al rey y sólo al rey y porque fuera de sus límites reinaba el más árido de los parajes.
Hasta tal punto esto era percibido por los ilustrados que algunos no pudieron controlar la rabia y la impotencia que les producía ver uno de los más fértiles valles, como el de Aranjuez, desperdiciado en complacer los caprichos de una monarquía que privaba con ello a sus súbditos de una riqueza natural. Las ideas de la Revolución Francesa, que habían prendido también en nuestros ilustrados, son las que hacen imaginar al Conde de Cabarrús, en 1795, cómo serían aquellas colinas desnudas, áridas y quemadas por el sol que rodeaban lo que él calificaba como «el valle más delicioso», si hubieran podido estar llenas de viñas, de olivos y de casas. Piensa el Conde de Cabarrús en tres mil colonos que, ocupando sus cortijos, hicieran llegar la población hasta Toledo, y en medio, el gran Cortijo Real que sería la escuela que pusiera en práctica teorías útiles para sacar el máximo partido del cultivo. Bellas ambiciones que no obtuvieron nunca el respaldo de los soberanos porque ellos no renunciaron a poseer aquel lugar privilegiado, nacido del encuentro de dos ríos: el Tajo y el Jarama, y de una pequeña isla que se había formado abriendo un canal de comunicación entrambos.
Cuando nos llegan noticias sobre los Sitios Reales en el siglo XVIII, siempre nos hablan de la inmensa mole construida en El Escorial; cuando se trata de Aranjuez, lo que más interesa al visitante es su impresionante fertilidad. No hay duda de que en ello influye la estación en la que la Corte viaja a Aranjuez: la primavera, desde principios de abril hasta el día de San Juan, cuando la vegetación que alimenta la rica vega de los ríos es más exuberante, y cuando la naturaleza es pródiga en la reproducción de todos aquellos habitantes del bosque que encandilaban tanto los ojos de los que allí llegaban. Los ciervos, amaneciendo junto a las puertas de las casas, los jabalíes paseando peligrosamente a veces por sus calles, y, sobre todo, los cientos de aves que hacían con facilidad sus nidos en la fronda de los incontables árboles.
Caminos arbolados
El Sitio, en efecto, sorprendía por su abundantísimo arbolado. A veces ejemplares centenarios que hablaban de un pasado lejanísimo en la historia del valle; otras veces hileras de árboles jóvenes que, como en un vivero, esperaban la edad del trasplante. Y en cierta medida así era, puesto que anualmente se contaban por cientos los árboles de todo tipo, fundamentalmente frutales, que salían para los jardines de la Granja de San Ildefonso y de Robledo para atender la petición de los jardineros. Especies delicadas que a duras penas resistían en el clima duro de la sierra norte más de una temporada. Los que aquí quedaban crecían con impresionante velocidad, teniendo muchas veces las raíces dentro de las acequias. Arboles que, a menudo en filas de a tres, flanqueaban los largos caminos de más de cinco kilómetros y que eran la admiración de propios y extraños.
El más hermoso de todos era el llamado calle de la Reina, columna vertebral de Aranjuez que cruzaba el Tajo dos veces antes de perderse en la espesura. Olmos gigantescos, chopos, fresnos, tilos, robles, moreras. De ellos nos hablan los que llegan hasta el Real Sitio después de haber recorrido el áspero camino que les lleva desde la Corte de Madrid a este inesperado reducto, regalo de la naturaleza. Sorprendía aquella hermosa placidez del lecho del río que giraba en un estrecho recodo, aunque no tanto como para que no fuera obligado montar un ingenioso puente de barcas para poderlo cruzar; artilugio de extrema perfección que, a veces engañaba a los ojos haciéndoles ver en él una fija estructura de fábrica para sorprenderles luego con su habilidoso despliegue nocturno. En efecto, en algunas ocasiones, aquellas barcazas deshacían el rígido machihembrado que las mantenía firmes de ribera a ribera y formaban en disciplinada y perfecta cuadrícula, iluminando con sus teas encendidas el espejo frío de las aguas para admiración y disfrute de los cortesanos. Ubicado en un lugar estratégico, entre la Huerta de Pico Tajo y el jardín de la isla, el camino que le atravesaba conducía directamente al Palacio.
No fue menor la admiración que suscitó también el puente de piedra construido sobre el Jarama en 1761 por Marcos de Vierna. Suponía trescientos metros de obra en piedra de Colmenar, cuya blancura hacía que la vista la confundiera con el propio mármol. Los ingenieros de Carlos III construyeron veinticinco arcos sobre el lecho del río, previniendo las crecidas. Era solemne, largo y aplastado sobre el propio río, de manera que la larga veintena de ojos con los que salvaba el ancho vado consiguieron encastrarse en el paisaje con singular empaque, dando fe, tanto del mucho interés de los soberanos por mejorar el Real Sitio, cuanto por la sumisión de nuevo, de los elementos de la arquitectura al verdadero protagonista del lugar: el agua, que, como decía Maurice Margarot en 1771, era el alma de la belleza que allí se veía.
Al puente de piedra se llegaba directamente desde el camino de Madrid. Después de bajar la pendiente pronunciada por donde el camino se revolvía una y otra vez, se enfilaba un tramo recto que, a lo largo de cinco o seis kilómetros, acompañaba al viajero hasta el mismo puente. Era un paseo embellecido por tres filas de árboles, olmos, fresnos y álamos, que remataba en esta impresionante estructura de piedra que era el puente, lo suficientemente amplia como para mantener sendas aceras al lado de la calzada. Dos leones de piedra, en sus extremos, sujetaban cada uno de ellos una concha con la fecha grabada y el nombre del rey y del arquitecto.
Si el acceso desde Madrid impresionaba por su grandeza, no le iban a la zaga aquellos otros caminos que, hacia Toledo o enlazando con otras localidades cercanas, se fueron construyendo. En 1776, Antonio Ponz llegó en abril a la Corte de Aranjuez y quedó impresionado por la fertilidad de un cercado que, aprovechando el agua sobrante de Aranjuez, el rey había mandado sembrar. Desde allí se había trazado una calle en línea recta hasta la fachada del palacio, de más de cinco kilómetros de largo, la calle de Toledo. Ponz, a la vista de aquella sensación de abundancia que los nuevos planteles daban, no pudo por menos que lamentar también que no se repoblaran los cerros circundantes con encinas como las que aún quedaban aisladamente. Así, pensaba, podrían dignificarse los alrededores de lo que él llamaba, «el sitio más frondoso del mundo».
Jardines
Hay que entender el esfuerzo que se había hecho en los caminos de penetración al Real Sitio, sobre todo en el ya descrito Camino Real de Madrid, que había hecho afirmar a Bourgoing, secretario de la embajada francesa: «El camino de Madrid a Aranjuez es uno de los más hermosos y mejor conservados de Europa … » Y si esto había sido así, ¿qué celo no se habría puesto en organizar los jardines del palacio?
No había sido fácil. El Sitio, planificado por los jardineros de los monarcas de la Casa de los Austria, Felipe II y Felipe III, estaba ideado respondiendo a las preferencias flamencas. Un jardín más paisajista que geométrico, donde los caminos se cruzaban de una manera que a los Borbones les había parecido anárquica y descontrolada; y precisamente controlar la naturaleza era una de las metas de la jardinería francesa, convertir el jardín en un salón más de palacio, en el más importante. Esa fue la meta de Esteban Boutelou, el jardinero francés que estuvo sesenta años al servicio de los Borbones y cuyos hijos estudiarían después el arte de la jardinería en Francia e Inglaterra para ponerlo al servicio de los reyes españoles; de manera que arquitectos y jardineros, año tras año y reinado tras reinado, fueron remodelando los extensísimos, inacabables, jardines de Aranjuez.
A pesar de que los franceses consideraron a su llegada que el ajardinamiento de Aranjuez era de pésimo gusto y que sólo la naturaleza había puesto de su parte en el bello entorno del palacio viejo de Felipe II, lo cierto es que las noticias que tenemos del estado de conservación del antiguo jardín son halagüeñas; y eso a pesar del deterioro que presumiblemente debió de sufrir cuando en 1706 estableciera el Marqués de las Minas su gobierno y sus tropas, en plena guerra de Sucesión.
Álvarez de Colmenar, en 1707, nos cuenta que el jardín trazado por Herrera Barnuevo entre 1660 y 1690 estaba muy bien conservado, habla de sus paseos, grutas, fuentes, parterres, cenadores… y considera que sus maravillas convierten al palacio en un verdadero lugar encantado. Describe las fuentes y queda maravillado ante la de los Amores, a cuyo vaso lanzan el agua cuatro enormes árboles desde lo alto de sus copas; y le impresiona la gruta mandada hacer por Felipe III un siglo antes, a la que se asoman dragones por encima de los cuales una bandada de pájaros comenzaba a gorjear antes de que se iniciaran los juegos de agua. Sus trinos se oían al mismo tiempo que los órganos y trompetas que sonaban también en el lugar. Todo ello por no mencionar la multitud de pequeños estanques poblados de cisnes que se encontraban por doquier.
El duque de Saint Simon recuerda también los caprichos vistos en el jardín de la Isla. Los pájaros falsos colgados de los árboles dejan caer el agua sobre el incauto paseante que se detiene a ver las estatuas, y las fauces de los leones los empapan de repente. Lo critica y considera que frente a la nobleza del jardín francés y el arte excepcional de Le Notre, estos jardines de gusto flamenco no son mas que «pequeñeces y niñerías». Y es que no cabe duda de que todas estas cosas, por muy sorprendentes que fueran, no estaban dentro del esquema borbónico, cuya dinastía se empeñó en llevar aquella caprichosa naturaleza semicontrolada al estado de perfecta racionalidad y simetría.
El resultado fue más que aceptable. Inmensas avenidas adornadas con estatuas; también con incontables fuentes y surtidores, cascadas y grutas, pero remodeladas de tal forma que crearon un universo extremadamente placentero que no parecía tener rival. A partir de entonces nadie dudó en considerar los jardines de Aranjuez como los más hermosos de su tiempo.
Los más importantes cambios se hicieron en el jardín de la Isla y en el del Príncipe por orden de Carlos IV antes de ser rey. Las reformas realizadas en ambos fueron profundas y muy estudiadas por el propio Príncipe de Asturias porque el deterioro al que se había llegado era muy grande. Ya en 1776 Henry Swinburne hacía alusión al abandono en que estaba sumida esta zona del Real Sitio, lamentando la pérdida de lo que debió de ser en su día una cuidada labor de jardinería. «Es éste un lugar paradisíaco, atravesado por paseos y prados circulares que en su origen debieron de ser muy regulares y rígidos en su estado primitivo, pero la naturaleza, después de un siglo ha arruinado la regularidad del arte; los árboles han crecido más allá del límite que se les marcó y han destrozado los linderos.»
Huertas
Llegando desde Madrid se atravesaba una plaza redonda llamada de Las Doce Calles, de las cuales una llevaba hasta la entrada de Las Huertas que era el terreno dedicado por excelencia a los cultivos más delicados y donde la fertilidad del valle se ponía más en evidencia. En esa zona era donde, desde época de Felipe 11 se encontraba también la famosa Huerta de Picotajo, situada en la confluencia del Tajo y el Jarama, y que estaba dividida geométricamente con calles que salían radialmente desde plazuelas circulares.
Había otra zona de cultivos, también muy florecientes, en el llamado Campo Flamenco por el que atravesaba el camino que llevaba a Toledo y que constaba de doscientas fanegas de tierra, repartidas en cuadros y formando líneas con cerca de seis mil árboles frutales.
El Cortijo, o mejor dicho los Cortijos, pues eran dos los que tenía el rey, eran, sin duda, la explotación agraria preferida de Carlos III y en ellos hizo plantar cepas de varios lugares del reino. Aseguran que contaba con más de ciento sesenta mil cepas repartidas en cuadros en los que, grabado en la piedra, podía verse el nombre de cada especie.
La Huerta de Valencia se dedicaba a experimentar con los cultivos mediterráneos y además alojaba en su vallado campos de lino, praderas artificiales, viñedos y moreras para la cría del gusano de seda que también tenía un lugar en las construcciones allí levantadas a tal fin. Pero posiblemente, lo más exótico que se experimentó en las huertas del rey fue el cultivo de la piña tropical, nunca intentado en España hasta entonces.
Especies vegetales
El interés de los reyes por la jardinería no era ajeno a su propio interés por el conocimiento de la botánica, sobre todo en la persona de Carlos III, a quien la botánica interesó desde niño, como nos muestra el cuadro de Ranc cuando le pinta clasificando plantas a corta edad. Pero son muy pocas las veces en que nuestros informadores dieciochescos se paran a hablar de las especies vegetales que allí se cultivan; sí que nos hablan de los árboles, al menos de los de mayor envergadura, y así sabemos que eran numerosos los olmos, álamos, fresnos, tilos y robles, que es a las especies que más se refieren por ser las que flanquean los caminos ajardinados. También los tilos, en prieto emparrado, se acercaban al Cenador y los sauces llorones y sicomoros se asomaban a los estanques.
Después sólo mencionan que, en los bosquecillos y huertas entre las avenidas, los árboles eran de pequeño porte, sin entrar en más. Entendemos que la mayoría de aquellos serían frutales porque se menciona la abundancia de albaricoques y otras frutas muy preciadas por su bondad. Y probablemente no estaría ausente el almendro, que se plantaba en los cercados desde época de Felipe II, aunque no hay mención de que existieran en gran abundancia, como ocurre en cambio con otros ejemplares.
Sabemos que se cultivaban naranjas y limones, más por su belleza que por el fruto en sí, y luego que, al otro lado del puente de cinco ojos, frente al Terrao, que era una pradera de planta casi circular, se veía un cercado de árboles frutales. También junto a la misma pradera fresca del Terrao se habían plantado naranjos entremezclados con flores exóticas, cuya belleza, decía Baretti, era inenarrable.
De las flores nos hablan menos aún. Los diversos parterres estaban ordenados por medio de setos de mirto que adoptaban figuras diversas, como flores de lis, aludiendo a la dinastía borbónica. Sabemos que el parterre que da acceso al palacio estaba dividido en varias zonas por medio de setos de boj y mirto que encerraban «una inmensa variedad de las más hermosas flores americanas y europeas», según Joseph Baretti. También a él le debemos la noticia de que, en torno a la Fuente de la Espina o de las Arpías, había cuatro cercados de frutales con naranjos y limoneros, y que no lejos observó un Lyron al que describe como «un enorme árbol indio… Su tronco parece estar compuesto por media docena de tallos y no creo que su circunferencia sea menor que cuatro brazas».
Talbot Dillon, en 1779, nos habla de la abundancia del que él llama Árbol de Judas y que en España se llama Árbol del Amor, haciéndonos notar la belleza que confiere esta planta al Sitio de Aranjuez en los inicios de la primavera, cuando la copa del árbol se convierte en una flor gigantesca, sin una sola hoja verde. Y Towsend, en 1786, después de hablarnos de la bondad de las viñas de los cortijos del rey, y de la abundancia de olivos (especies ambas que Carlos III mandó plantar en las colinas para borrar el aspecto de aridez que el paisaje tenía fuera de sus límites) menciona la existencia por doquier del tamarindo, que crecía en la arena, a las orillas del río.
Un curioso impertinente – como llama Ian Robertson en su libro a estos viajeros ingleses-, tan curioso y tan impertinente como Joseph Baretti que, a pesar de su puesto como secretario de asuntos extranjeros de la Academia de Arquitectura, Escultura y Pintura de Londres, presta atención a cuanto a sus ojos extraña, es una bendición para nuestro deseo de evocar un pasado tan frágil como el de un jardín. Así, su relato sobre las setas es muy singular. Dice que encontró la casa del jardinero. «Un edificio precioso, con una agradable pradera enfrente, oscurecida por los más altos y frondosos árboles que he visto en mi vida. Un arroyuelo que corre por un lado del prado produce miles de setas que, según dicen, son muy buenas cuando brotan, aunque endurecen si no se recogen pronto. El jardinero no quiso decirme cómo consigue obtener en ese arroyo unas setas tan sorprendentes. Están unas junto a otras como un banco de ostras. Sospecho que el final de la zanja ha sido construido artificialmente con esas piedras que en Nápoles llaman Piedras de seta y que producen setas cuando se riegan y les da el sol. »
Henry Swinburne menciona el llamado Jardín de la Primavera, es decir, un espacio ajardinado, a uno de los lados de la calle de la Reina en el que se había puesto especial atención en que los ejemplares fueran todos de temprana floración. Lo califica como de un magnífico gusto y especialmente agradable a los ojos, pero fugaz porque antes de que la Corte abandone el lugar ya está agostado. En época de Carlos III ocupaba mil pasos y Carlos IV lo amplió hasta el Tajo siguiendo la avenida arbolada.
Bourgoing también menciona cómo, en los lugares faltos de cuidado, los rosales se han asilvestrado en las orillas del Tajo y cuelgan sobre la corriente. Muchos rosales se plantaron también en el jardín del Príncipe, y se reservaron cuadros completos para el cultivo de claveles. En cuanto a los árboles se prefirieron los plátanos, chopos de Lombardía y acacias en los paseos; y naranjos y limoneros para el jardincillo dedicado sólo a frutas exquisitas.
En todos los prados se mezclaban árboles de diferentes especies, como los cipreses de Levante, cedros del Líbano, cedros encarnados de Virginia, pinos y árboles del amor. También sabemos que para que trepasen por los troncos de los árboles más fuertes, se aporcaron sarmientos que formaban emparrados y también hiedras que, a veces, crecían hasta las copas de los árboles y los sobrepasaban; y en torno a los troncos más jóvenes se plantaron enredaderas menos agresivas, como la madreselva y la pasionaria. No obstante son muy pocos los ejemplares de flor que, como éstos, son mencionados porque no son conocidos por los visitantes, ya que la mayoría provenían de América, aunque también los había de todos los rincones de Europa.
LA VILLA DE ARANJUEZ
Orígenes
La villa de Aranjuez comenzó a perfilarse en su trazado actual bajo el reinado de Fernando VI, que fue quien ordenó trazar el plano de una nueva población. Sobre ese plano es sobre el que ha seguido desarrollándose a lo largo de los años. Es cierto que desde el siglo XVI ya se mandaron construir junto al palacio varias casas para poder alojar a los criados, pero aquellas viviendas quedaban cerradas cuando los reyes dejaban Aranjuez. Muchas de ellas estaban construidas a modo de cabañas y eran sótanos semienterrados; una anécdota contaba, a este respecto, que uno de los coches había atravesado el techo del comedor de la casa del Nuncio. Así que su aspecto no debía de ser demasiado atractivo.
El relato que hace Madame d’Aulnoy, que visitó nuestro país entre 1678 y 1681, de las impresiones de su visita a Aranjuez, contrapone la belleza del paraje a las posadas, que califica de inmundas, y a las escasas viviendas que hay junto al palacio del rey. Antonio Ponz, más expresivo, afirma sin paliativos que Aranjuez antes de la remodelación de 1750 había sido <un desordenado conjunto de casas mal situadas y mal construidas y de infelices chozas de tierra en que se alojaban los grandes señores con indecible incomodidad, todo interpolado con zanjas, basureros y aguas detenidas». Pero lo cierto es que si no hubo, hasta la orden de Fernando VI, otras viviendas que aquéllas, fue porque en el siglo XVI, Felipe 11 había prohibido que se pudiera vivir en Aranjuez; mandato que se ratificó en el siglo XVII, bajo el reinado de Felipe III en 1617 y también a comienzos del siglo XVIII, en 1722, por Felipe V
De aquellas casuchas no quedó más que el recuerdo de los que las conocieron, porque todo fue arrasado para allanar el terreno que era muy desigual. Cuando en 1750 Fernando VI encarga a Santiago Bonavía el trazado de una ciudad que se tendiera junto al palacio, el italiano presentó una planta sencilla y reticular que, una vez urbanizada, fue llenándose desde el principio de una serie de edificios a modo de una infraestructura de servicios para abastecer a la nueva población. Una población flotante, pero numerosa y que llegaba al mismo tiempo, siguiendo siempre a su majestad. Así tenemos noticias de la calle de las Tahonas o de Postas, y de la calle del Almíbar, como bautizaron a la que alojaba a los reposteros que fueron los primeros que edificaron en ella. Eran los comerciantes y artesanos que viajaban siempre con la Corte quienes primero se beneficiaron de la nueva licencia de construcción en los terrenos que el rey cedía gratuitamente a quien quisiera edificar.
Después se fueron levantando casas que conformaron aquel tejido urbano de amplias calles rectas y plazas anchas, algunas ajardinadas con fuentes, hasta convertir el Real Sitio en un lugar muy alegre y luminoso. Joseph Baretti nos cuenta que en 1760, cuando él visitó Aranjuez, todas las casas eran nuevas, pintadas en color blanco y que las ventanas y contraventanas eran verdes. A Richard Twiss, que vino doce años después, en 1772, le recordaba a la ciudad de Postdam, cerca de Berlín. Eran casas de un solo piso con buhardilla y su alquiler era elevadísimo.
Tenemos también noticia de un gran mercado cubierto junto a la iglesia de San Antonio que estaba formado por varios edificios, y sostenido por pilastras cuadradas. En él se exponían productos de todas clases, poco comunes en otros lugares.
El palacio, por ser anterior en su construcción al caserío y por atender a la perspectiva del río, daba la espalda a la nueva villa que se acoplaba a la trasera del palacio. Desde la casa de Oficios, construida por Felipe 11, hasta los tres grandes paseos arbolados en tridente de las Infantas, el Príncipe y la Reina, entre cuyas amplias perspectivas se construirían las casas de la nobleza, se extiende la retícula de Aranjuez. Primero, siguiendo los planos de Santiago Bonavía de 1750, después, incorporando el ensanche proyectado y realizado, ya bajo el reinado de Carlos III, por el sucesor de Bonavía en el cargo de arquitecto real, Jaime Marquet.
Bonavía intentó dulcificar la flagrante disociación entre el palacio y el pueblo trazando la gran plaza de San Antonio y uniendo a su través, con una larga arquería, la arisca arquitectura de la Casa de Oficios con el parterre, con la Casa del Infante y con la iglesia de San Antonio, tras los que ya se iniciaba todo el entramado de la red viaria. Centró la plaza con la construcción, en el lado sur, de la nueva Iglesia de San Antonio que tenía la doble función de presidir el espacio excesivamente amplio de la plaza por una parte, y por otra, el de atender a la demanda de los cortesanos que deseaban un nuevo templo para poder cumplir con el mandamiento de la misa, ya que la capilla de palacio era demasiado pequeña. Ambas circunstancias propiciaron este escenográfico espacio barroco, que da la medida de la profesionalidad de su autor cuanto del empeño del rey en realizar una obra de mérito en la remodelación de su Real Sitio.
Monumentos
Además del propio Palacio, de la Casa de Oficios y de Caballeros, el Real Sitio, desde el momento mismo de su nacimiento como villa, estuvo concebido como un espacio noble donde tuvieran cabida edificios de digna construcción. A ello estuvieron dedicados todos los esfuerzos de Santiago Bonavía como es evidente en los dos edificios religiosos que trazó para la ciudad: la iglesia de San Antonio y la ermita de Alpagés.
El mayor mérito artístico recae, sin duda en la iglesia de San Antonio. Diseñada, como el resto de la villa, a mediados del siglo XVIII. El edificio atendía, como hemos dicho, tanto a la gran plaza a la que se asomaba como a su propia función utilitaria. La planta estaba dominada por una rotonda a la que se unía un cuerpo rectangular; el altar se ubicó en un espacio elíptico formado entre ambos y de esta manera sirvió de elemento unificador. La extraña planta respondía a la necesidad de separar el lugar donde se situaban los frailes de la Orden de Nuestra Señora de la Esperanza de aquel otro que estaba destinado a los fieles, que era la rotonda a la que se accedía desde la plaza.
Con Carlos III el Real Sitio disfrutó de una serie de mejoras, tanto en los trabajos de caminos y puentes como en edificios de carácter público. Ya se ha hablado de la magnitud de la obra realizada sobre el Tajo con la construcción del Puente Largo o de Piedra. Se hicieron también, bajo la dirección de Sabatini, el convento de San Pascual Bailón, el Hospicio y el Hospital de San Carlos Borromeo.
El convento de San Pascual Bailón pertenecía a los religiosos descalzos de San Pedro de Alcántara y, siendo fundación real, era un ejemplo de respeto a las normas de la Academia y a los decretos que el mismo rey había promulgado para defensa de las artes. Sin utilizar la madera más que en puertas y ventanas, como era lo deseable, hasta los retablos hubieron de ser de mármoles y bronces. Presidía el altar un cuadro de Mengs e igualmente se distribuyeron por el convento obras de Tiépolo, Maella y Francisco Bayeu.
El mismo palacio se vio transformado por las dos alas que el rey mandó levantar a Sabatini y que formaron la plaza de armas. A estas obras se uniría la casa de Infantes de Juan de Villanueva, el Teatro de Jaime Marquet y las Caballerizas.
Algunos de estos edificios respondían al deseo de experimentación unido al concepto de progreso de la época. Así se levantó la fábrica de Lencería y Pintados, proyectada por el arquitecto del Real Sitio, Manuel Serrano, en 1784, que estaba ubicada junto al convento de San Pascual.
Sería de destacar en estos años la construcción de la Plaza de Toros, fiesta muy poco apreciada, y hasta denostada por la monarquía reinante, pero que conoció unos años de apogeo bajo Carlos III. Ni él ni nadie de la familia real acudía a los toros, no obstante mandó levantar esta plaza para sus cortesanos. Cuenta Twiss que era de ladrillo con asientos de madera y que la arena medía 168 pies de diámetro. Tenía un aforo de seis mil espectadores y contaba con más de doscientos palcos.
Hechos históricos
A principios del siglo XVIII, siendo todavía el Sitio de Aranjuez solamente residencia real, fue escenario del asentamiento de las tropas inglesas y portuguesas que, bajo el mando del Marqués de las Minas, se habían apoderado de la Corte en 1706.
Sesenta años más tarde, en 1766, Aranjuez fue también refugio, esta vez para el rey Carlos III, asustado por la inesperada y violenta reacción del pueblo de Madrid contra su ministro Esquilache. Por lo demás son habitualmente efemérides relacionadas con las propias personas reales que allí residieron.
Nacimientos y muertes sobre todo. Allí nació la infanta Carlota, hija de Carlos III; los infantes don Carlos y don Felipe, gemelos, hijos de Carlos IV y hermanos del rey Fernando VII, así como el hermano pequeño Francisco de Paula. Y allí murieron dos reinas: Isabel de Farnesio, mujer de Felipe V y doña Bárbara de Braganza que tanto había disfrutado el Real Sitio.
Ya en el siglo XIX, el nombre de Aranjuez va unido a dos hechos trascendentales para la historia, por una parte el Tratado de Aranjuez, que Carlos IV ratificó en esta ciudad en enero de 1805 y que le comprometía a una alianza con Napoleón para declarar la guerra a Inglaterra, y por otra el famoso Motín de Aranjuez, ocurrido en marzo de 1808 que preludió la guerra de la Independencia.
El Motín de Aranjuez acabó con Godoy, a quien se acusó de querer secuestrar a la familia real, y forzó la abdicación de Carlos IV en su hijo el príncipe de Asturias D. Fernando, que reinaría más tarde con el nombre de Fernando VII. Los hechos tuvieron lugar en Aranjuez porque Godoy había trasladado allí las tropas con la finalidad de ayudar a los reyes a huir a Andalucía ante el avance de Napoleón.
Desde mediados del siglo XIX, Aranjuez obtuvo notables mejoras, fue la primera ciudad española comunicada por ferrocarril con Madrid, en 1851, en un primer tramo de lo que luego sería la línea férrea de Madrid-Alicante. También a mediados de este siglo XIX se fundó la primera Escuela de Agricultura del país.